Del estupor al pacto con la realidad (2)

26 de junio de 2018

VIII

El asombro, el estupor, la maravilla son estados en cierto modo paralizantes que quitan el habla y vacían la mente; pueden ser placenteros, dolorosos o aterradores. Los filósofos han discutido si preceden al conocimiento o son su fuente, pero lo importante, en mi opinión, es que deben ser superados, y la superación puede provenir del conocimiento adquirido o de la simple renuncia a comprender. 

IX

El asombro permanente se puede equiparar a la idiocia. A todos nos resulta familiar una especie de proverbio que aconseja “no perder la capacidad de sorpresa”. Efectivamente, la incapacidad de sorprenderse puede ser confundirse con una sabiduría excepcional aunque con mayor probabilidad es el origen de una forma de ignorancia patológica. 

X

Pero no existe una relación necesaria ni suficiente entre el asombro y el conocimiento. Probablemente, en ausencia de otras actitudes y sentimientos, el salto del “no sé” al “ya sé” podría no darse.

XI

Imagino que Adán y Eva, hasta que desobedecieron a Dios, permanecieron en un estado de permanente estupor y admiración. En el relato bíblico no está claro cuál es el móvil que impulsa a Eva a comer del Árbol de la Ciencia del bien y del mal. En algunos relatos se distingue entre el Árbol del Conocimiento y el del Bien y el Mal. En cualquier caso, según la interpretación que yo recuerdo de mi época lasaliana, la acción de Eva se explica como resultado de una curiosidad malsana o de la codicia. Sin embargo, se me ocurren, al menoÑs, otros dos móviles: el aburrimiento y la duda. Todos ellos, de manera concurrente o por separado podrían contribuir a explicar el salto del “Ooohhh” al “Aaahhh”; del estado de admiración al descubrimiento. 

De cisnes negros, rinocerontes grises y probabilidades

Cuando escribo un artículo, aunque no lo crean, siempre creo que peco de insolencia. Me explico. La mayoría de las cosas que digo, ya están dichas por otros. Pocas ideas genuinas y realmente diferentes. Y si realmente no aporto nada nuevo, por qué ese empeño en que otros lean lo que pienso.

Porque cuando uno escribe, puede que solo sea con la intención de ordenar sus ideas, de dejar constancia de sus pensamientos. Pero si decide publicarlo, entonces claramente está esperando que otros lo lean. Y en esto último hay una cierta arrogancia, una creencia implícita de que habrá quien esté interesado en leerlo y sabrá sacarle provecho.

Cuando pienso en ello, créanme, siento que debería dejar de escribir artículos. Después de todo, ¿qué hago yo escribiendo cuando sin duda casi todo lo que escriba ya lo ha escrito otro con más claridad y mejor estilo?

Recuerdo mis años de estudiante preuniversitario. Una vez el profesor de literatura nos mandó leer una decena de libros como parte del proceso formativo. Eran libros de bolsillo, clásicos de la literatura con un precio asequible. El profesor pensaba que invertir en ellos era una forma de fomentar el hábito de la lectura y dar valor a la misma. Decía que sería la mejor inversión que haríamos ese año y que, en última instancia, si alguien tenía problemas él se encargaría de solucionarlo.

He de confesar que a duras penas me leí dos, los que había disponibles en la biblioteca del centro. Por aquella época, la literatura y yo caminábamos en paralelo, sin rozarnos siquiera y no tenía intención de que aquello cambiara. A mí lo que me gustaba eran los ensayos, la filosofía, la historia, el mundo real, no las historias imaginarias. Así que, aunque valoraba el interés del profesor, no tenía ninguna intención de invertir en literatura. Ya saben, la ignorancia es muy atrevida.

El caso es que el día del examen nos pidió hiciéramos un resumen y un comentario de uno de los libros de la lista. Después teníamos que exponer ante la clase nuestro resumen y someternos a las preguntas del profesor. Naturalmente, el libro elegido para el examen fue uno de los que no había leído, pura ley de probabilidades.

Teníamos media hora de tiempo y el profesor nos permitía usar el libro en el examen, para copiar alguna cita que consideráramos relevante. Pero era evidente que, si no te habías leído el libro, difícilmente podrías superar la prueba.

Como no tenía el libro, le pedía a mi compañero que me dejara el suyo al menos unos minutos. Mi compañero, entre risas, accedió a mi petición y durante cinco minutos tuve el libro a mi disposición. Tiempo suficiente para leer la contraportada, el índice y algún otro párrafo suelto del mismo.

Terminé el examen, hice la exposición oral y me expuse a las preguntas del profesor. A cada una de mis respuestas, el murmullo de la clase se mezclaba con risas disimuladas. Al terminar el profesor dijo: “se nota que te lo has leído, pero tienes que mejorar la forma en que expones tus ideas”. El profesor, sorprendido y enojado, tuvo que llamar al orden ante la explosión de risas general. No le parecía bien que se burlaran de mi incapacidad para explicarme, lo consideraba una falta de respeto inexcusable. Yo en cambio, me esforzaba en apaciguar las risas sin perder la compostura. Después de todo, el único convencido de que me había leído el libro era el profesor y eso era lo importante. Mejor pasar por tonto que por mentiroso.

Ya en la Universidad un profesor me dijo, hablando de mi rendimiento en un examen, que mi principal cualidad era que con lo poco que sabía era capaz de hilvanar un discurso bastante coherente. Nunca supe si lo dijo como halago o como crítica, y aún hoy, creo que se puede interpretar en ambos sentidos con la misma eficacia.

Con los años me he dado cuenta de que para explicar algo es tan importante dominar la materia de la que hablas como la capacidad de saber trasmitir ese conocimiento. Y que hay personas con un gran conocimiento incapaces de trasmitir el mismo. Serán muy eficaces trabajando en lo que dominan pero naufragarán si los pones a dar clases. Y viceversa, hay personas no demasiado brillantes, pero con gran capacidad para trasmitir aquello que conocen.

Y llegados a este punto, tal vez se estarán preguntando que demonios tiene que ver lo escrito con el título del artículo. Pues verán, mientras lo escribía me vino a la cabeza la idea de que lo improbable existe, que los cisnes no siempre son blancos, ni los rinocerontes grises (¿o sí?). E igual, quien sabe, este artículo sirve para algo.

Emilio J. Belda

Psicólogo Social (aprendiz)

Ucrania como frontera

Las dificultades para interpretar, comprender y relatar lo que viene ocurriendo en Ucrania derivan del hecho de que lo que está en juego no es únicamente lo que se ve: una guerra convencional entre dos países vecinos sino un pulso de largo aliento entre dos bloques nuclearizados. Esto es obvio. El desacuerdo y las incógnitas esenciales radican en la naturaleza, el origen y los motivos de este “pulso” que podría derivar en un “choque”.

El otro día decía que, hasta hoy, la paz mundial ha estado protegida de manera más eficaz por la fe realista en la Destrucción Mutua Asegurada que por la Carta de Naciones Unidas. Mi afirmación puede parecer una boutade o una paradoja retórica pero es un hecho indiscutible y, de hecho, así parece funcionar cualquier tipo de orden (estatal, internacional, doméstico…):

1º  Primero viene la paz entendida como ausencia de guerra: este paso de suspensión del ejercicio de la violencia no está sometido a ninguna ley: es un resultado fáctico que depende enteramente de los actores que disponen de los medios para mantener el estado guerra; es el resultado de un acuerdo libérrimo y arbitrario entre los que tienen la capacidaddemantener el estado de guerra y, en la era nuclear, de poner fin al mundo.

2º Se constituye un orden legal e institucional dotado de una mayor o menor eficacia para gestionar el estado de ausencia de guerra.

3º El orden legal-institucional tiene una influencia limitada en la conservación del estado de ausencia de guerra. Sin embargo, puede ser pródigo en el reconocimiento y la garantía de derechos libertades: derechos y libertades naturales, de ciudadanía, humanos, de los seres vivos…

La eficacia de las instituciones y la legalidad internacional ha estado siempre cuestionada. Sin embargo, sobre todo desde el final de la Guerra Fría, se ha tendido a olvidar que la ONU no era el garante de la paz sino que su función era mucho más modesta: la de mero administrador por delegación del estado de ausencia de guerra global. La proliferación de un sistema y un acervo global de derechos y libertades que, en términos generales, sólo pueden ser garantizados en el ámbito estatal no ha funcionado como garante de la paz sino que, por el contrario, depende del mantenimiento del estado de ausencia de paz, que ha seguido en manos de las superpotencias. En este contexto, (a) la abstención de un choque directo entre las superpotencias y (b) las operaciones “quirúrgicas” desplegadas en pro de la paz y en defensa de los derechos libertades humanos han puesto coto a una conflagración global.

En este sentido, la configuración del Consejo de Seguridad de la ONU no es casual ni accidental: es una consecuencia de su génesis, y refleja fielmente cuáles son las condiciones y las amenazas para la paz. 

Actuación y objetivos de la OTAN en la Guerra de Ucrania: suplantación o superación de la ONU

Ante la guerra de agresión de la Federación Rusa, la actuación del bloque atlantista se puede interpretar como una suplantación de la ONU en el ejercicio de las competencias del Consejo de Seguridad en virtud del Capítulo VII de la Carta: “Acción con respecto a las amenazas para la paz, las violaciones de la paz y los actos de agresión”.

Esta afirmación podría considerarse hipócrita ya que el supuesto de hecho del artículo 39 de la Carta de la ONU (el acto de agresión de Rusia) es público y notorio y que las sanciones económicas adoptadas contra Rusia no implican el uso de la fuerza. Por tanto, podría decirse que los aliados están aplicando escrupulosamente y de buena fe las medidas previstas en el Capítulo VII de la Carta. Esta interpretación parece impecable salvo por las siguientes consideraciones:

  1. las sanciones reguladas en el artículo 41 de la Carta son el preámbulo del uso legal de la fuerza (artículo 42);
  2. están concebidas como método de presión y de castigo;
  3. no están pensadas para ser aplicadas unilateralmente por ningún estado miembro sino previa resolución del Consejo de Seguridad la ONU.

En consecuencia, las acciones de la OTAN/EE.UU./EU (sanciones más reforzamiento de las capacidades militares de Ucrania) pueden legítimamente percibirse como una amenaza para la seguridad de la Federación Rusa.

Ignorar o suplantar a la ONU no es ninguna novedad. Sin embargo, en este caso, la acción de los países atlantistas no se limita a menoscabar las instituciones internacionales sino que constituye una provocación para la Federación Rusa. Como decía más arriba, EE.UU. y la Federación Rusa, a pesar de la concepción onusiana de que todos los estados son igualmente soberanos, son algo más: por su condición de potencias nucleares son co-garantes de la paz mundial. Esto no significa meramente que puedan violar el derecho internacional cuando les plazca, ya que eso algo al alcance de cualquier estado. La peculiaridad de las superpotencias consiste en su capacidad para borrarse mutuamente del mapa y, de paso, al resto del mundo. 

Por todo ello, no sería descabellado pensar que las intenciones de la OTAN van más allá de asistir a Ucrania en un conflicto territorial. 

Hasta ahora, había tenido dificultades para admitir uno de los principales argumentos de la izquierda anti-OTAN: que, en Ucrania, la OTAN libra una “proxy war” (guerra por intermediario). Sin embargo, ya no me cabe ninguna duda, y esto resulta esencial para mi argumento por varias razones:

  1. Esto permitiría decir que, efectivamente, Ucrania es instrumentalizada por los países de la OTAN;
  2. por tanto, el argumento de que su actuación es legítima de acuerdo con el derecho internacional perdería validez;
  3. aún más importante, los riesgos implícitos de una guerra indirecta contra Rusia nunca podrían estar justificados en base a la defensa de la integridad y la soberanía de ningún país no miembro de la OTAN (sería cuestionable incluso si se tratara de un país OTAN).
  4. En conclusión, cabe pensar que los objetivos reales de los países altantistas sean mucho más ambiciosos que los declarados. De hecho, el discurso de legitimación de la OTAN/UE pone gran énfasis en identificar a Ucrania con (la idea de) Europa/Occidente y con los valores asociados de libertad y democracia. Esta identificación no sólo es exagerada sino pura propaganda ya que, hasta hoy, Europa y la democracia no han dependido en absoluto del destino de Ucrania.

La ausencia de guerra y el origen de la ONU

Los antecedentes de la Carta de Naciones Unidas se remontan a sucesivos acuerdos entre los aliados desde los inicios de la II GM:

  • Declaración de St. James´ Palace (junio 1941),
  • Acuerdo Anglo-Soviético (julio 1941),
  • Carta Atlántica (Agosto 1941),
  • Declaración de las Naciones Unidas (Enero 1942).

En ellos se fijaron compromisos respecto al desarrollo de la guerra, la renuncia a firmar una paz unilateral con Alemania que no implicase el reconocimiento explicito de la derrota por parte de Alemania y se anticiparon algunos de los rasgos fundamentales del nuevo orden mundial una vez derrotado el Eje. Esto pone de manifiesto que el orden inaugurado por la Carta de Naciones Unidas está íntima y genéticamente vinculado a la guerra y a las alianzas militares: una guerra librada para instaurar definitivamente la paz mundial; y una alianza dedicada a mantenerla. El hecho de que los aliados no se limitaran a determinados acuerdos sobre el esfuerzo bélico y el compromiso de erradicar al régimen nazi puede explicarse por una genuina convicción de que sólo la universalización de la justicia y la libertad podían garantizar una paz duradera y no una mera ausencia de guerra.

Sin embargo, lo que se demostró inmediatamente después de la guerra es que la ausencia de guerra y el contenido de la paz eran dos dimensiones independientes: la primera sólo podía garantizarse por la abstención de las potencias nucleares, y se alcanzó con la concepción de la Mutual Assured Destruction; y la segunda, a duras penas, por la ONU y demás organizaciones internacionales. Por todo lo dicho, es inevitable entender la actual guerra en Ucrania como una vuelta de tuerca del expansionismo atlantista y, en consecuencia, como una renuncia a su papel histórico en la garantía de un mundo sin guerra. En este sentido, la Nueva Carta Atlántica, firmada por Biden y Boris Johnson en Junio de 2021, a pesar de presentarse como una renovación de votos, parece más bien, atendiendo a la ocasión, los participantes y la referencia imprecisa a “nuevos desafíos” y “modernas amenazas” (aunque algunas parecen tener nombres y apellidos), un anuncio de la superación del orden mundial vigente y una derogación implícita del sistema de paz y seguridad construido tras la IIGM

Consideraciones finales

  1. Las guerras más peligrosas no son consecuencia de la hipocresía ni del ansia de poder sino las libradas en nombre de principios abstractos.
  2. La vocación de salvar al mundo tiende a ser más peligrosa que la tentación de conquistar territorios.
  3. Occidente está convencido de su superioridad moral, lo cual resulta comprensible aunque inquietante: ¿por qué somos siempre los campeones de la moral y de la libertad? La Ilustración europea y la ideas europeas del “progreso” han tenido consecuencias devastadoras para nuestro mundo común.
  4. Es imposible predecir cómo acabará la aventura en Ucrania: una guerra nuclear no se puede descartar. Ello equivaldría a una derrota para todos. Si Rusia pierde, el riesgo del ataque nuclear podría crecer. Ucrania ya ha perdido: sólo le cabe perder más. Occidente podría ganar aunque Ucrania perdiera. Sin embargo, el escenario más probable es que todos pierdan y que nadie se imponga. Esta sería la única oportunidad de constituir un nuevo orden basado en la ausencia de guerra mundial.

Dos historias cortas sobre Dios y el Diablo

La primera describe con la mayor fidelidad posible una crisis maniaca en Barcelona, 1997.

La segunda es una descripción casi literal de lo que sería el prologo a un ingreso en el Psiquiátrico de Belgrado, 2003.

El malentendido

Conocí a Fernando, el Tucumano, por casualidad. Nos encontramos en el Barrio de La Coma a finales de 1997, en el Colegio Mayor Universitario. Esta extravagante institución, financiada por la Fundación Bancaja y dirigida por Ximo García Roca, ya no existe.

Hablamos de nuestras inquietudes y de nuestro oficio: los derechos humanos, la filosofía del derecho, la justicia, la libertad… Fernando tiene aspecto de santón; está como consumido por una dedicación extenuante a ciertas causas perdidas; por las privaciones materiales; por un sufrimiento interior que no deriva en resignación sino que se transforma en nueva energía para luchar; por una especie de vida interior que le provoca canas y arrugas…

De repente, Fernando interrumpe la conversación y me invita a viajar a Barcelona para asistir a un Simposio sobre la impunidad de los crímenes de la dictadura argentina. Yo tenía pensado pasar el fin de semana en la playa pero acepto.

Fernando y yo entramos en el salón de actos del Ilustre Colegio de Abogados de Barcelona. Nos sentamos. Habla un magistrado de la Audiencia Nacional. Habla la hija de un desaparecido. Habla la madre de un desaparecido. Habla una joven que fue robada de bebé y adoptada por el torturador de sus padres: recientemente ha descubierto quiénes son sus padres biológicos. Lloro. Fernando me mira comprensivo, parece sentirse culpable. Me excuso y salgo a refrescarme la cara. Al salir del baño, entablo una animada conversación con Paco, periodista de El País.

Salgo del Colegio de Abogados y entro en el bar de enfrente. Pido agua; sudo abundantemente. Observo a la pareja que se besa en la mesa de enfrente. Ella parece guiñarme un ojo. Me siento tan incómodo como halagado.

Cojo el «AS»: «El Rey del zigzag ha hecho pleno». Sonrío. Leo otros titulares sin entender de qué hablan mientras miro de reojo a la chica, que no deja de espiarme. Intento centrarme en la lectura de una crónica deportiva, de la publicidad… Sudo, me asusto, se me acelera el corazón: siempre me pasa cuando estoy a punto de ligar o cuando voy a hacer una pregunta en clase.

Pido un cerveza. Algo no funciona: detecto cierta antipatía en el camarero que me atiende.

Sigo leyendo los mismos titulares y los mismos anuncios sin entender de qué hablan: «Ánimo, campeón, cómete ese bombón!»; «El Rey de la montaña celebra su triunfo con una caña, San Miguel»; «El Morenito no toca pelota»; «El Alcoyano no se come una rosca»…

La chica se arriesga demasiado, parece que su novio la ha pillado, parece que discuten…

Pido una segunda cerveza: el camarero me trae la cuenta y me pide que me marche cuando acabe la cerveza.

«El Alcoyano no se come una rosca», «Animo, campeón,…»,… Me levanto decidido a presentarme a la chica con la intención de invitarla a tomar algo en otro lugar; a cenar, quizá: se produce un malentendido: el camarero aparece de nuevo: ¿Quién le ha llamado? Me pide que deje de molestar; la pareja discute; intento explicar al camarero que sólo me estaba presentando.

La pareja se marcha mientras el camarero marca el número de la Policía Nacional.

Vuelvo a mi mesa y acabo la cerveza: con rabia, a punto de llorar. Me arrepiento de estar ahí.

Salgo del bar y pienso en mi madre y en mi padre, que murió seis años atrás. Estoy muy confundido. Me refugio en el portal contiguo al bar: estoy angustiado, pienso en mi padre muerto, en la muerte de mi padre: lloro desesperadamente. No encuentro reparo. No comprendo nada. Cojo un papel y escribo: «Gracias Mamá». Lo tacho. Escribo: «Felicidades». Tacho las dos últimas letras: «Felicidad». Lo dejo a mis pies, como la petición de un mendigo. Me tumbo boca abajo e intento descansar después de dos días sin pegar ojo. Me pongo a llorar, ya no sé si de alegría o de pena. Se detiene el tiempo.

Oigo unas voces: sigo tumbado: me hago el dormido o el muerto. Me llaman: no respondo. He olvidado donde me encuentro, dejo que los otros se revelen. De repente, noto que una mano delicada me acaricia los testículos, luego los aprieta con suavidad: sin duda es una mujer. Reacciono, me doy la vuelta y veo a varios individuos: una mujer joven, un agente de uniforme de la Policía Nacional y otros desconocidos. El agente me pide el DNI : yo finjo estar aturdido mientras lo busco; hago como que no lo encuentro ; pongo a prueba la paciencia del agente para tantear la gravedad de la situación. Finalmente, entrego un pasaporte desgastado mientras pongo cara de despistado. Pregunto si pasa algo, si he hecho algo malo. No recibo contestación. Tras comprobar mi identidad, el agente me dice que no puedo estar tumbado ahí y se marcha.

Me he quedado a solas con la mujer, que me invita a tomar una cerveza en la bar de al lado. Volvemos al bar que hay frente al Colegio de Abogados, donde todo parece haber empezado.

Paco, el de El País, está sentado con otros asistentes al simposio. Me saluda con simpatía: « Ya te has metido en algún lio? Siéntate con nosotros.» La mujer se sienta y se dirige a Paco como si lo conociera. Hablan de ir a cenar algo. Después de unas cuantas cañas, salimos a buscar un bar en el barrio gótico. Caminamos durante más de una hora. Estoy cansado, me desespero, no entiendo por qué no podemos cenar en cualquier sitio. El ambiente del grupo es de fiesta. La mujer que me ha tocado los testículos se llama Helena; habla animadamente conmigo mientras me coge de la cintura. Yo pienso que ya tengo dónde dormir esta noche.

Nos retrasamos. Perdemos el grupo. Yo confiaba en Paco y me siento traicionado. Helena y yo buscamos al grupo durante un buen rato hasta que decidimos tomar un bocadillo en un bar. Helena parece fascinada y atraída por mi encantadora confusión mental. Me interroga: “¿Qué hacías en el portal de mi casa? ¿Te drogas? ¿Te has mareado? ¿Quieres dormir en mi casa?” Yo le hablo de mi madre, de mi padre, de los desaparecidos de la dictadura argentina, del terrorismo,…

Volvemos a caminar solos en dirección a la casa de Helena. Entramos en algunos bares a buscar a los amigos de Helena; tomamos algunas cañas. Helena es vasca. Bastante excéntrica. Hace referencias a una posible tregua de ETA. Yo me siento cada vez más confundido. Empiezo a temer que me ha metido en algún lío.

Entramos en un bar grande con varios billares. Todos los jugadores son jóvenes con las cabezas rapadas. Nos sentamos en la barra y pedimos dos whiskies. Helena se pone muy cariñosa. Yo quiero irme a la cama con ella, aunque presiento que podría no ser aconsejable. Mi desorientación se profundiza: ETA, mi padre, los desaparecidos, Helena, Paco, el Policía Nacional… Entro en el baño, controlo todos retretes: no hay nadie. Registro las cisternas: no sé si busco una bomba, un paquete con dinero o unas instrucciones. Nada.

Cuando salgo, Helena me mira como si supiera a qué me he dedicado en el baño. Me guiña un ojo: «tranquilo». Señala con la mirada a los jóvenes rapados que juegan al billar. Inmediatamente comprendo : son policías de paisano : estamos bajo su protección. Me relajo.

Empiezo a tener ganas de bailar. Helena quiere irse a dormir y yo bailo cada vez más animado. De repente, ella se pone a llorar y me pide que sea cariñoso. Yo cojo todo mi dinero y lo guardo en el bolso de Helena. Es un gesto ambiguo que no entiendo ni yo mismo: ¿la estoy comprando o me estoy poniendo es sus manos? 

Bailo. Estoy alegre y tranquilo. Veo a algunas chicas jóvenes que me miran desde la barra. Las miro. Son más sexis que Helena. Me pongo a bailar con ellas, pedimos cervezas.

Me he quedado sólo en el bar. Helena ya no está. No tengo dinero. Le digo al camarero que mañana volveré a pagar y dejo mi maletín como caución. Los jóvenes de la cabeza rapada tampoco están ya. Salgo a la calle como si entrara en mi casa. Hace frío pero no me da miedo: me siento invulnerable.

Me topo con un mendigo que duerme en un portal, me quito el reloj y lo dejo como ofrenda al rey de la calle. Camino buscando orientarme. No lo consigo. No tengo tabaco pero me fumo algunas de las colillas que encuentro por la calle. Con toda naturalidad, como si lo hubiera hecho toda mi vida. Hay quien me mira con desconfianza; hay quien parece reírse. Y yo pienso: «malditos locos ignorantes ». Finalmente, me refugio en un portal y espero que llegue la hora de volver al Simposio sobre la impunidad en el Colegio de Abogados.

A las nueve de la mañana me encuentro con Fernando, el Tucumano, a la entrada del Colegio. Me pregunta dónde he dormido, si me encuentro bien. «Tranquilo, he estado bajo la protección de unos cuantos ángeles». Fernando, que es muy creyente, no se asombra con la respuesta y sonríe complacido sin detectar el guiño de complicidad que le he dirigido.

Llega Paco, simpático, ocurrente, puñetero: me pregunta por Helena. Yo cambio de tema: el titular de Le Monde Diplomatique sobre la manipulación de la información. Paco me amonesta cariñosamente: «Lees demasiado, ¿dónde has dejado a tu Dulcinea? ¿quién te ha roto el corazón?». Yo no capto la relación entre mi corazón, el exceso de lectura y Don Quijote.

Vamos a tomar café. Le hago un breve resumen de m vida sentimental a Paco: «A, B y C; luego de la D a la P: nadie me ha roto el corazón; yo no necesito a nadie». Paco se ríe mientras me recomienda que me enamore pronto, que duerma más y lea menos. Yo me molesto y sigo sin comprender.

Tras la segunda conferencia de la mañana, vuelvo a encontrarme con Fernando en el vestíbulo del Colegio. Me dice que ya no vale la pena seguir allí hasta el final: las mejores intervenciones ya se han producido. Me recomienda que coja el próximo tren para Valencia: «Será mejor descansar después de una experiencia tan intensa». Yo comprendo, o eso creo. Presiento que falta algo pero no me atrevo a decirlo. Decido confiar en Fernando. Le pido que me preste dinero para el billete de tren pues el que tenía lo he entregado a los ángeles la noche anterior. Fernando asiente, comprensivo, sin comprender en absoluto.

Caminamos hacia la Estación de Sants. Charlamos de todo un poco. Le agradezco sinceramente que me haya traído hasta aquí. Le ofrezco todo mi apoyo en favor de la causa y le aseguro que no temo nada, que no tengo nada que perder : «Mi coste de oportunidad es cero». Fernando asiente pero no comprende.

Una banda de músicos está descargando sus instrumentos. Le pregunto a un músico barbudo si lleva fuego. Este se toca el bolsillo derecho trasero del pantalón. Pienso que va a sacar una pistola pero saca un encendedor. Me da fuego. Le guiño un ojo y sigo caminando junto a Fernando. Le pregunto a Fernando si lleva fuego, aunque sé que no fuma. «Yo no pero tú y los músicos lo lleváis a la derecha, verdad?» Nos guiñamos el ojo pensando que comprendíamos.

La estación está lejos: decidimos tomar un autobús. La parada del autobús está llena de números y signos que me confunden. Intento descifrar su significado. Miro a Fernando pero este me indica con un movimiento de la cabeza que no vale la pena molestarse. Yo me quedo más tranquilo.

Subimos al autobús. Todos los pasajeros nos miran como si nos conocieran, como si nos esperaran. Son todos viejos. Me siento embarazado, me ruborizo, saludo discretamente con un leve movimiento de cabeza. Es una escena difícil de describir: los viejos del autobús tienen el aspecto de haber resucitado o, más exactamente, son como muertos inocentes que han sido vengados y ya pueden descansar eternamente. Me emociono y miro a Fernando impresionado, con cara de no acabar de comprender pero sin intención de pedir ninguna aclaración. Fernando mira al frente con una leve y beata sonrisa.

Llegamos a la Estación de Sants. Nos dirigimos a la ventanilla y compramos un billete para un tren que sale dentro de dos horas. Sigo a Fernando hasta la cafetería. Al llegar a la puerta de cristal, ésta se abre automáticamente al detectar la presencia de Fernando. Yo me quedo paralizado. La puerta se cierra. Observo la célula fotoeléctrica. Parece una cámara camuflada. La puerta se abre. Presiento que la puerta se cerrará cuando intente cruzar el umbral y seccionará mi cuerpo. Me concentro: debo engañar a la célula fotoeléctrica o al operador de la cámara. Me armo de valor. Cruzo el umbral. La puerta se cierra a mis espaldas. Sudo como condenado.

Hemos pedido agua y café pero tarda en llegar. Intentamos hablar de algo sin conseguirlo. Se está creando una situación embarazosa. Empiezo a dudar de quién es Fernando exactamente. Una máquina tragaperras frente a nosotros emite pitidos mientras sus luces se encienden y apagan. Mi corazón se acelera bruscamente siguiendo el ritmo de la máquina. Me asusto, creo que voy a sufrir un infarto. Sudo más. Me concentro para relajarme. El corazón obedece. La máquina también. No acabo de comprender si es mi corazón el que marca el ritmo de la máquina o viceversa. Pruebo a acelerar mi ritmo cardíaco. Efectivamente, la máquina se vuelve loca de nuevo. Me relajo: la máquina deja de emitir luces y sonidos enervantes.

Mientras tanto, Fernando ha ido al baño. Yo empiezo a sospechar que Fernando no es lo que parece. La situación es mucho mas compleja y delicada de lo que parecía: no se trata simplemente de entrar en una célula de defensores de la libertad. Yo pensaba que había superado el rito iniciático de una célula secreta dedicada a deshacer entuertos pero, en realidad, mi periplo me ha llevado a dar con la Inteligencia que piensa el Mundo. Un creyente diría que he identificado a Dios y lo he desvelado. Las puertas automáticas, los trenes, los camareros y todos los pasajeros que están en la estación trabajan para Él. Me doy cuenta del riesgo de la situación. La máquina tragaperras se desboca y empieza a soltar chorros de monedas de 100 pesetas. Mi corazón también. Es la confirmación. Sin embargo, sigo sin saber cuál es mi posición en el tablero. ¿Qué hay en juego? ¿Una vida? ¿Mi vida? ¿La vida de todos?

Fernando vuelve. Yo descubro en Él una sonrisa abiertamente siniestra, la cara desencajada. La máquina vuelve a dispararse y siento un agudo pinchazo en el corazón. Creo que es el fin. No puedo relajarme, creo que se me escapa la vida. Sudo. Me levanto, me dirijo a la barra, le arranco un vaso de agua a un camarero y me lo tiro por encima. Me refresco y el ritmo del corazón se normaliza. He descubierto un secreto más. Pienso en una canción de Jamiro Quai, la oigo en mi mente. Bailo en el centro de la cafetería. Invito a los estupefactos clientes a unirse a mi. Parece que no acaban de comprender: es necesario hacer una fiesta, alegrarse, celebrar la felicidad. Sigo solo en el centro. Fernando ha desaparecido. Ignoro cuál ha de ser el próximo movimiento: la maquina tragaperras puede explotar en cualquier momento; las puertas automáticas pueden cortarme por la mitad. Pienso en mi mejor amigo y en mi madre. Deseo que lleguen en un tren, cuanto antes: ellos también deben celebrar. Pero sigo solo, rodeado de gente que no comprende nada. Pienso todos los movimientos posibles para salvar mi cuello y el del resto de la humanidad: la locura. Solo la locura me puede sacar de ese callejón sin salida al que he llegado gracias a mi ingenua soberbia. Me concentro.

Al poco, un agente de la Policía Nacional entra en la cafetería. Lo estaba esperando: junto las muñecas y se las ofrezco. El agente las rechaza, me coge del brazo y me pide que le acompañe a la calle. Respiro ya tranquilo: siento que la pesadilla ha acabado. Efectivamente, a la salida de la estación me espera una ambulancia y un par de enfermeras. Me invitan a entrar en la ambulancia, a tumbarme en la camilla. Todo limpio, desinfectado, blanco: estoy a salvo.

Me tumbo: sonriente, triunfante. Las enfermeras me miran de un modo extraño: como si hubieran oído muchas cosas de mi, como con admiración aunque también con cariño y compasión. Me ponen una inyección. Me pongo bastante cachondo y le sugiero a una de las enfermeras la posibilidad de hacer el amor. Lo pido con educación y con el debido respeto. La enfermera sonríe mientras yo le digo «lo he desvelado». En el último instante, antes de perder el conocimiento oigo la voz de la enfermera que me contesta sin acritud, halagada por mi erección: «se llama T.A.B.»

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Dios tiene el pelo rojo

Durante unos días de permiso en Belgrado conocí a una chica serbia: flaca, bastante fea y con el pelo rojo. Hablaba inglés a duras penas. Nos conocimos en una discoteca y esa noche dormimos en el Hotel Balkan. Al día siguiente, nada más despertarse, me contó que sufría esclerosis múltiple.

Nos seguimos viendo, y poco a poco fui descubriendo algunos detalles de una biografía poco convencional. Sintéticamente diré: que era extremadamente inteligente, muy nerviosa e hiperactiva, profundamente creyente y que le se le iba un poco la perola. Su padre –se puede comprobar en las hemerotecas- recibió el Premio Ondas hace muchos años, cuando trabajaba en la radio pública de Tito. Fumaba porros de marihuana por lo de su enfermedad. Tenía una hija de unos tres años absolutamente maleducada e insoportable y entre las dos generaban un potente magnetismo que atraía la desgracia.

Teníamos conversaciones interesantes pero lo que recuerdo con mayor intensidad es que, durante el tiempo que pasamos juntos, se empeñó en convencerme de que creyera en Dios. Como prueba de su existencia, me contó que, una noche, harta de su hiperactividad, le pidió a Dios que la aquietara; que la paralizara. Por lo visto, fue muy vehemente ya que al día siguiente no podía moverse: así se manifestó la esclerosis múltiple. Desde entonces, supo que su destino era acabar retorciéndose en una silla de ruedas. A partir aquel día, dejó de decirle a su hija que se estuviese quieta, por miedo a que lo hiciera para siempre. Yo estaba fascinado por sus conocimientos de teología y por sus historias sobre milagros y el poder de la fe pero no me convertía ni a bombas.

Un día estábamos fumando un porro de marihuana en mi habitación, en un hotel próximo a su casa. A la segunda calada, empecé a asustarme y a temblar como en mi vida. Ella se reía y me decía que no me preocupara. Cuanto más me intentaba tranquilizar más diabólica la veía. Llegó un momento en que su pelo rojo parecía iluminarse. La conclusión era obvia: ella era el diablo. Pensé que me moría. Quería salir de la habitación pero no podía, estaba envuelto en una manta, tirado en la cama y dando saltos por las convulsiones. Fue la peor experiencia de mi vida.

Al cabo de un rato, me pude calmar y salimos caminando hacia su casa. Era de noche. Me despejé bastante, y ya no temblaba. Ya no recuerdo si seguía pensando que ella era el diablo pero yo estaba todavía atrapado en una profunda confusión, una especie de bucle del que me sentía incapaz de salir.

Llegamos a su casa y nos quedamos sentados en el interior del portal, charlando de todo un poco. Yo seguía bloqueado espiritualmente y daba vueltas al asunto. De repente, miré hacia arriba, hacia la parte superior del portal, y vi la Luz. La luz que vi era la de la farola de la calle. Sin embargo, yo hice la mejor transacción de mi vida: decidí que estaba viendo a Dios y le prometí que iba a creer en Él en adelante. Y así se fue el miedo, se deshizo el bucle y la paranoia, y yo me fui de Belgrado con una nueva deuda.

*   *   *

Que Dios no exista o que haya muerto no es un problema: cualquiera puede inventárselo.

Del estupor al pacto con la realidad (1)

(Acabando de leer “La guía del autoestopista galáctico”)

I

Me gustaría tener la imaginación y la ironía de Douglas Adams para observar y contar lo que ocurre a mi alrededor.

Hasta hace poco, defendía la necesidad de reconstruir el sentido común pero empiezo a pensar que eso ya no está a nuestro alcance; al menos, no al alcance de las generaciones adultas. 

Como padres, como políticos o como expertos en pedagogía, nos empeñamos en diseñar el sistema educativo que garantice la prosperidad de nuestros hijos y, no en última instancia, la continuidad de la especie humana. Sin embargo, sospecho que, independientemente de la educación que seamos capaces de brindar a la generación que nos pisa los talones, su bienestar y su supervivencia dependerá de accidentes que somos incapaces de prever e incapaces de desencadenar conscientemente. Sólo lo nuevo, lo impredecible y lo milagroso (en sentido arendtiano) es garantía de futuro. 

II

Según estudios recientes, los bebés piensan y realizan operaciones lógicas y matemáticas complejas para comprender y situarse en el mundo que les rodea, un entorno sobre el que ignoran absolutamente todo. Esa mirada ingenua, libre de cargas, y esas operaciones mentales que carecen de modelo contienen todas las posibilidades del mundo. 

Probablemente, el primer sentimiento que experimenta el recién llegado es lo que los griegos llamaron “thaumazein”, y que nosotros traducimos como: “asombro”, “maravilla”, “perplejidad”, “estupor”, “sorpresa” pero también “angustia”, “vértigo”, ”miedo”… Ciertamente, ninguna de estas palabras recoge plenamente la experiencia original de lo radicalmente nuevo, lo incomprensible y lo inabarcable. 

Probablemente, la sensación del niño recién nacido no se puede describir mediante estos conceptos binarios porque venir al mundo difícilmente se puede comparar con ninguna otra experiencia. En cualquier caso, con todas las salvedades, el estupor es seguramente uno de los primeros sentimientos del ser humano. Por razones obvias, la mente y el cuerpo están programados para superar ese estado, mezcla de maravilla y de temor pánico. 

III

Todos estamos familiarizados con la experiencia del estupor y la maravilla, en ocasiones, asociada al miedo a lo desconocido y a lo inconmensurable aunque también puede ser fuente de disfrute. Se trata de un estado recurrente a lo largo de la vida. Sin embargo, en condiciones normales, nadie puede volver a experimentar el estupor original del neonato, que se ve urgido a comprender el mundo. 

IV

Cada recién llegado repite la hazaña inmemorial de recomponer el puzzle del mundo como si fuera la primera vez. Y ninguno lo hace de manera idéntica. Cada uno recorre senderos ligera o radicalmente transgresores. Aun así, podemos intuir e intentar revivir un estado comparable mediante experimentos mentales o recurriendo al uso de ciertas drogas. Además, algunas enfermedades mentales se podrían describir como una incapacidad para sobreponerse al estado de perplejidad original o como una tendencia patológica a volver a él. 

V

Todo el saber humano ha sido incapaz de desentrañar el proceso complejo que nos ha llevado a “construir un mundo” esencialmente estable desde un punto de vista fenomenológico. La tradición judeocristiana ha hecho más asequible el empeño relatando una historia con Principio y Fin ideada por un Creador dotado de poderes especiales. La Ciencia lo ha complicado al indagar en las intimidades de la materia y las profundidades inciertas del Universo. El Arte podría estar en condiciones de aportar las contribuciones más ambiciosas por su misteriosa capacidad para convocar un conjunto de disposiciones más variado. La Filosofía parece haber renunciado hace tiempo a su tarea original.

VI

No cabe duda sobre un hecho fundamental: que la “construcción del mundo” tiene una doble dimensión: individual y colectiva; histórica y psicológica. La Ciencia pretende ocuparse de la estructura y las leyes objetivas no deterministas que explican y describen las condiciones de posibilidad del Universo y de la Vida. Si bien la “construcción del mundo” está condicionada y avalada por este marco objetivo, tendemos a pensar que gozamos de un margen de maniobra como individuos y como especie. Dicho de otro modo: que los seres humanos generalmente tienen capacidad de decidir entre diversos cursos de acción; que nadie podría haber predicho la historia de la humanidad y que nadie podrá anticipar significativamente el futuro. Ni siquiera está claro que un dios omnisciente tenga ese tipo de facultades  

VII

Mi propia experiencia con el LSD ha sido reveladora en este sentido. Hace unos años, durante una fiesta, en un lago del norte de Italia, tome una cierta cantidad de LSD líquido. Cuando me hizo efecto, me encontré literalmente desconectado del mundo exterior, incapaz dotar de sentido a lo que ocurría a mi alrededor, incapaz de hablar. Era una experiencia perturbadora y dolorosa que dio paso a la perplejidad y la maravilla. De algún modo que no puedo explicar, pude contemplar a cámara rápida la evolución, primero, del Universo y, luego, del ser humano.

A lo largo de esta visión interior, se sucedieron momentos de estupor y compresión. A partir de cierto momento, a través de un esfuerzo mental extraordinario, mi mente empezó a recomponer el orden y el sentido del mundo exterior. En ese proceso, que tuvo algunos aspectos deductivos y muchos experimentales, tuve que reconstruir los conocimientos más elementales, por ejemplo, que “el fuego quema” y el “agua moja”. También tuve que aprender a hablar de nuevo. Pero lo que recuerdo como más problemático y angustioso es mi intento por situar “la derecha y la izquierda; el arriba y el abajo”. De todo mi hercúleo esfuerzo por recuperar el mundo que me había hurtado el LSD, la experiencia más traumática fue la de poner nombre a la derecha y a la izquierda, a lo alto y a lo abajo. El problema es que en aquel momento pensaba que no podía retornar al mundo sin haber resuelto satisfactoriamente estos enigmas. De modo que me esforcé inútilmente durante lo que me pareció una eternidad. Al final, sólo encontré una manera de escapar de aquella trampa, al pronunciar en voz alta mis primeras palabras: “Ma chi se ne frega!!”.

Sólo así puse fin a un viaje que parecía sin retorno.

Del estupor al pacto con la realidad (8)

XVIII

La imaginación no es lo mismo que la negación pero ambas resultan difíciles de deslindar en términos generales. La negación tiene un carácter más activo que la imaginación aunque ambas pueden coincidir en los resultados. El olvido, en este sentido, se equipara más a la imaginación por depender menos de la voluntad que la negación. Recordemos que seguimos hablando del mismo tema desde el principio: las condiciones y mecanismos de construcción del mundo, que es una tarea que nunca cesa. Existen momentos en que predomina la voluntad y otros caracterizados por accidentes de la memoria, de los sentidos o de la imaginación. Los límites de la cordura y de la normalidad vienen delineados de manera difícil de rastrear en este juego de contraste entre la afirmación del yo y de la libertad interior y la consistencia con un presunto mundo objetivo que tiene tanto de intersubjetivo. La trangresión y la divergencia alimentan la riqueza del mundo. En parte, la figura del loco, venerada por lo antiguos al considerarlo en contacto con los dioses, es fundamental para renovar el mundo con mensajes e interpretaciones nuevas u olvidadas.