Del estupor al pacto con la realidad (1)

(Acabando de leer “La guía del autoestopista galáctico”)

I

Me gustaría tener la imaginación y la ironía de Douglas Adams para observar y contar lo que ocurre a mi alrededor.

Hasta hace poco, defendía la necesidad de reconstruir el sentido común pero empiezo a pensar que eso ya no está a nuestro alcance; al menos, no al alcance de las generaciones adultas. 

Como padres, como políticos o como expertos en pedagogía, nos empeñamos en diseñar el sistema educativo que garantice la prosperidad de nuestros hijos y, no en última instancia, la continuidad de la especie humana. Sin embargo, sospecho que, independientemente de la educación que seamos capaces de brindar a la generación que nos pisa los talones, su bienestar y su supervivencia dependerá de accidentes que somos incapaces de prever e incapaces de desencadenar conscientemente. Sólo lo nuevo, lo impredecible y lo milagroso (en sentido arendtiano) es garantía de futuro. 

II

Según estudios recientes, los bebés piensan y realizan operaciones lógicas y matemáticas complejas para comprender y situarse en el mundo que les rodea, un entorno sobre el que ignoran absolutamente todo. Esa mirada ingenua, libre de cargas, y esas operaciones mentales que carecen de modelo contienen todas las posibilidades del mundo. 

Probablemente, el primer sentimiento que experimenta el recién llegado es lo que los griegos llamaron “thaumazein”, y que nosotros traducimos como: “asombro”, “maravilla”, “perplejidad”, “estupor”, “sorpresa” pero también “angustia”, “vértigo”, ”miedo”… Ciertamente, ninguna de estas palabras recoge plenamente la experiencia original de lo radicalmente nuevo, lo incomprensible y lo inabarcable. 

Probablemente, la sensación del niño recién nacido no se puede describir mediante estos conceptos binarios porque venir al mundo difícilmente se puede comparar con ninguna otra experiencia. En cualquier caso, con todas las salvedades, el estupor es seguramente uno de los primeros sentimientos del ser humano. Por razones obvias, la mente y el cuerpo están programados para superar ese estado, mezcla de maravilla y de temor pánico. 

III

Todos estamos familiarizados con la experiencia del estupor y la maravilla, en ocasiones, asociada al miedo a lo desconocido y a lo inconmensurable aunque también puede ser fuente de disfrute. Se trata de un estado recurrente a lo largo de la vida. Sin embargo, en condiciones normales, nadie puede volver a experimentar el estupor original del neonato, que se ve urgido a comprender el mundo. 

IV

Cada recién llegado repite la hazaña inmemorial de recomponer el puzzle del mundo como si fuera la primera vez. Y ninguno lo hace de manera idéntica. Cada uno recorre senderos ligera o radicalmente transgresores. Aun así, podemos intuir e intentar revivir un estado comparable mediante experimentos mentales o recurriendo al uso de ciertas drogas. Además, algunas enfermedades mentales se podrían describir como una incapacidad para sobreponerse al estado de perplejidad original o como una tendencia patológica a volver a él. 

V

Todo el saber humano ha sido incapaz de desentrañar el proceso complejo que nos ha llevado a “construir un mundo” esencialmente estable desde un punto de vista fenomenológico. La tradición judeocristiana ha hecho más asequible el empeño relatando una historia con Principio y Fin ideada por un Creador dotado de poderes especiales. La Ciencia lo ha complicado al indagar en las intimidades de la materia y las profundidades inciertas del Universo. El Arte podría estar en condiciones de aportar las contribuciones más ambiciosas por su misteriosa capacidad para convocar un conjunto de disposiciones más variado. La Filosofía parece haber renunciado hace tiempo a su tarea original.

VI

No cabe duda sobre un hecho fundamental: que la “construcción del mundo” tiene una doble dimensión: individual y colectiva; histórica y psicológica. La Ciencia pretende ocuparse de la estructura y las leyes objetivas no deterministas que explican y describen las condiciones de posibilidad del Universo y de la Vida. Si bien la “construcción del mundo” está condicionada y avalada por este marco objetivo, tendemos a pensar que gozamos de un margen de maniobra como individuos y como especie. Dicho de otro modo: que los seres humanos generalmente tienen capacidad de decidir entre diversos cursos de acción; que nadie podría haber predicho la historia de la humanidad y que nadie podrá anticipar significativamente el futuro. Ni siquiera está claro que un dios omnisciente tenga ese tipo de facultades  

VII

Mi propia experiencia con el LSD ha sido reveladora en este sentido. Hace unos años, durante una fiesta, en un lago del norte de Italia, tome una cierta cantidad de LSD líquido. Cuando me hizo efecto, me encontré literalmente desconectado del mundo exterior, incapaz dotar de sentido a lo que ocurría a mi alrededor, incapaz de hablar. Era una experiencia perturbadora y dolorosa que dio paso a la perplejidad y la maravilla. De algún modo que no puedo explicar, pude contemplar a cámara rápida la evolución, primero, del Universo y, luego, del ser humano.

A lo largo de esta visión interior, se sucedieron momentos de estupor y compresión. A partir de cierto momento, a través de un esfuerzo mental extraordinario, mi mente empezó a recomponer el orden y el sentido del mundo exterior. En ese proceso, que tuvo algunos aspectos deductivos y muchos experimentales, tuve que reconstruir los conocimientos más elementales, por ejemplo, que “el fuego quema” y el “agua moja”. También tuve que aprender a hablar de nuevo. Pero lo que recuerdo como más problemático y angustioso es mi intento por situar “la derecha y la izquierda; el arriba y el abajo”. De todo mi hercúleo esfuerzo por recuperar el mundo que me había hurtado el LSD, la experiencia más traumática fue la de poner nombre a la derecha y a la izquierda, a lo alto y a lo abajo. El problema es que en aquel momento pensaba que no podía retornar al mundo sin haber resuelto satisfactoriamente estos enigmas. De modo que me esforcé inútilmente durante lo que me pareció una eternidad. Al final, sólo encontré una manera de escapar de aquella trampa, al pronunciar en voz alta mis primeras palabras: “Ma chi se ne frega!!”.

Sólo así puse fin a un viaje que parecía sin retorno.

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