Dos historias cortas sobre Dios y el Diablo

La primera describe con la mayor fidelidad posible una crisis maniaca en Barcelona, 1997.

La segunda es una descripción casi literal de lo que sería el prologo a un ingreso en el Psiquiátrico de Belgrado, 2003.

El malentendido

Conocí a Fernando, el Tucumano, por casualidad. Nos encontramos en el Barrio de La Coma a finales de 1997, en el Colegio Mayor Universitario. Esta extravagante institución, financiada por la Fundación Bancaja y dirigida por Ximo García Roca, ya no existe.

Hablamos de nuestras inquietudes y de nuestro oficio: los derechos humanos, la filosofía del derecho, la justicia, la libertad… Fernando tiene aspecto de santón; está como consumido por una dedicación extenuante a ciertas causas perdidas; por las privaciones materiales; por un sufrimiento interior que no deriva en resignación sino que se transforma en nueva energía para luchar; por una especie de vida interior que le provoca canas y arrugas…

De repente, Fernando interrumpe la conversación y me invita a viajar a Barcelona para asistir a un Simposio sobre la impunidad de los crímenes de la dictadura argentina. Yo tenía pensado pasar el fin de semana en la playa pero acepto.

Fernando y yo entramos en el salón de actos del Ilustre Colegio de Abogados de Barcelona. Nos sentamos. Habla un magistrado de la Audiencia Nacional. Habla la hija de un desaparecido. Habla la madre de un desaparecido. Habla una joven que fue robada de bebé y adoptada por el torturador de sus padres: recientemente ha descubierto quiénes son sus padres biológicos. Lloro. Fernando me mira comprensivo, parece sentirse culpable. Me excuso y salgo a refrescarme la cara. Al salir del baño, entablo una animada conversación con Paco, periodista de El País.

Salgo del Colegio de Abogados y entro en el bar de enfrente. Pido agua; sudo abundantemente. Observo a la pareja que se besa en la mesa de enfrente. Ella parece guiñarme un ojo. Me siento tan incómodo como halagado.

Cojo el «AS»: «El Rey del zigzag ha hecho pleno». Sonrío. Leo otros titulares sin entender de qué hablan mientras miro de reojo a la chica, que no deja de espiarme. Intento centrarme en la lectura de una crónica deportiva, de la publicidad… Sudo, me asusto, se me acelera el corazón: siempre me pasa cuando estoy a punto de ligar o cuando voy a hacer una pregunta en clase.

Pido un cerveza. Algo no funciona: detecto cierta antipatía en el camarero que me atiende.

Sigo leyendo los mismos titulares y los mismos anuncios sin entender de qué hablan: «Ánimo, campeón, cómete ese bombón!»; «El Rey de la montaña celebra su triunfo con una caña, San Miguel»; «El Morenito no toca pelota»; «El Alcoyano no se come una rosca»…

La chica se arriesga demasiado, parece que su novio la ha pillado, parece que discuten…

Pido una segunda cerveza: el camarero me trae la cuenta y me pide que me marche cuando acabe la cerveza.

«El Alcoyano no se come una rosca», «Animo, campeón,…»,… Me levanto decidido a presentarme a la chica con la intención de invitarla a tomar algo en otro lugar; a cenar, quizá: se produce un malentendido: el camarero aparece de nuevo: ¿Quién le ha llamado? Me pide que deje de molestar; la pareja discute; intento explicar al camarero que sólo me estaba presentando.

La pareja se marcha mientras el camarero marca el número de la Policía Nacional.

Vuelvo a mi mesa y acabo la cerveza: con rabia, a punto de llorar. Me arrepiento de estar ahí.

Salgo del bar y pienso en mi madre y en mi padre, que murió seis años atrás. Estoy muy confundido. Me refugio en el portal contiguo al bar: estoy angustiado, pienso en mi padre muerto, en la muerte de mi padre: lloro desesperadamente. No encuentro reparo. No comprendo nada. Cojo un papel y escribo: «Gracias Mamá». Lo tacho. Escribo: «Felicidades». Tacho las dos últimas letras: «Felicidad». Lo dejo a mis pies, como la petición de un mendigo. Me tumbo boca abajo e intento descansar después de dos días sin pegar ojo. Me pongo a llorar, ya no sé si de alegría o de pena. Se detiene el tiempo.

Oigo unas voces: sigo tumbado: me hago el dormido o el muerto. Me llaman: no respondo. He olvidado donde me encuentro, dejo que los otros se revelen. De repente, noto que una mano delicada me acaricia los testículos, luego los aprieta con suavidad: sin duda es una mujer. Reacciono, me doy la vuelta y veo a varios individuos: una mujer joven, un agente de uniforme de la Policía Nacional y otros desconocidos. El agente me pide el DNI : yo finjo estar aturdido mientras lo busco; hago como que no lo encuentro ; pongo a prueba la paciencia del agente para tantear la gravedad de la situación. Finalmente, entrego un pasaporte desgastado mientras pongo cara de despistado. Pregunto si pasa algo, si he hecho algo malo. No recibo contestación. Tras comprobar mi identidad, el agente me dice que no puedo estar tumbado ahí y se marcha.

Me he quedado a solas con la mujer, que me invita a tomar una cerveza en la bar de al lado. Volvemos al bar que hay frente al Colegio de Abogados, donde todo parece haber empezado.

Paco, el de El País, está sentado con otros asistentes al simposio. Me saluda con simpatía: « Ya te has metido en algún lio? Siéntate con nosotros.» La mujer se sienta y se dirige a Paco como si lo conociera. Hablan de ir a cenar algo. Después de unas cuantas cañas, salimos a buscar un bar en el barrio gótico. Caminamos durante más de una hora. Estoy cansado, me desespero, no entiendo por qué no podemos cenar en cualquier sitio. El ambiente del grupo es de fiesta. La mujer que me ha tocado los testículos se llama Helena; habla animadamente conmigo mientras me coge de la cintura. Yo pienso que ya tengo dónde dormir esta noche.

Nos retrasamos. Perdemos el grupo. Yo confiaba en Paco y me siento traicionado. Helena y yo buscamos al grupo durante un buen rato hasta que decidimos tomar un bocadillo en un bar. Helena parece fascinada y atraída por mi encantadora confusión mental. Me interroga: “¿Qué hacías en el portal de mi casa? ¿Te drogas? ¿Te has mareado? ¿Quieres dormir en mi casa?” Yo le hablo de mi madre, de mi padre, de los desaparecidos de la dictadura argentina, del terrorismo,…

Volvemos a caminar solos en dirección a la casa de Helena. Entramos en algunos bares a buscar a los amigos de Helena; tomamos algunas cañas. Helena es vasca. Bastante excéntrica. Hace referencias a una posible tregua de ETA. Yo me siento cada vez más confundido. Empiezo a temer que me ha metido en algún lío.

Entramos en un bar grande con varios billares. Todos los jugadores son jóvenes con las cabezas rapadas. Nos sentamos en la barra y pedimos dos whiskies. Helena se pone muy cariñosa. Yo quiero irme a la cama con ella, aunque presiento que podría no ser aconsejable. Mi desorientación se profundiza: ETA, mi padre, los desaparecidos, Helena, Paco, el Policía Nacional… Entro en el baño, controlo todos retretes: no hay nadie. Registro las cisternas: no sé si busco una bomba, un paquete con dinero o unas instrucciones. Nada.

Cuando salgo, Helena me mira como si supiera a qué me he dedicado en el baño. Me guiña un ojo: «tranquilo». Señala con la mirada a los jóvenes rapados que juegan al billar. Inmediatamente comprendo : son policías de paisano : estamos bajo su protección. Me relajo.

Empiezo a tener ganas de bailar. Helena quiere irse a dormir y yo bailo cada vez más animado. De repente, ella se pone a llorar y me pide que sea cariñoso. Yo cojo todo mi dinero y lo guardo en el bolso de Helena. Es un gesto ambiguo que no entiendo ni yo mismo: ¿la estoy comprando o me estoy poniendo es sus manos? 

Bailo. Estoy alegre y tranquilo. Veo a algunas chicas jóvenes que me miran desde la barra. Las miro. Son más sexis que Helena. Me pongo a bailar con ellas, pedimos cervezas.

Me he quedado sólo en el bar. Helena ya no está. No tengo dinero. Le digo al camarero que mañana volveré a pagar y dejo mi maletín como caución. Los jóvenes de la cabeza rapada tampoco están ya. Salgo a la calle como si entrara en mi casa. Hace frío pero no me da miedo: me siento invulnerable.

Me topo con un mendigo que duerme en un portal, me quito el reloj y lo dejo como ofrenda al rey de la calle. Camino buscando orientarme. No lo consigo. No tengo tabaco pero me fumo algunas de las colillas que encuentro por la calle. Con toda naturalidad, como si lo hubiera hecho toda mi vida. Hay quien me mira con desconfianza; hay quien parece reírse. Y yo pienso: «malditos locos ignorantes ». Finalmente, me refugio en un portal y espero que llegue la hora de volver al Simposio sobre la impunidad en el Colegio de Abogados.

A las nueve de la mañana me encuentro con Fernando, el Tucumano, a la entrada del Colegio. Me pregunta dónde he dormido, si me encuentro bien. «Tranquilo, he estado bajo la protección de unos cuantos ángeles». Fernando, que es muy creyente, no se asombra con la respuesta y sonríe complacido sin detectar el guiño de complicidad que le he dirigido.

Llega Paco, simpático, ocurrente, puñetero: me pregunta por Helena. Yo cambio de tema: el titular de Le Monde Diplomatique sobre la manipulación de la información. Paco me amonesta cariñosamente: «Lees demasiado, ¿dónde has dejado a tu Dulcinea? ¿quién te ha roto el corazón?». Yo no capto la relación entre mi corazón, el exceso de lectura y Don Quijote.

Vamos a tomar café. Le hago un breve resumen de m vida sentimental a Paco: «A, B y C; luego de la D a la P: nadie me ha roto el corazón; yo no necesito a nadie». Paco se ríe mientras me recomienda que me enamore pronto, que duerma más y lea menos. Yo me molesto y sigo sin comprender.

Tras la segunda conferencia de la mañana, vuelvo a encontrarme con Fernando en el vestíbulo del Colegio. Me dice que ya no vale la pena seguir allí hasta el final: las mejores intervenciones ya se han producido. Me recomienda que coja el próximo tren para Valencia: «Será mejor descansar después de una experiencia tan intensa». Yo comprendo, o eso creo. Presiento que falta algo pero no me atrevo a decirlo. Decido confiar en Fernando. Le pido que me preste dinero para el billete de tren pues el que tenía lo he entregado a los ángeles la noche anterior. Fernando asiente, comprensivo, sin comprender en absoluto.

Caminamos hacia la Estación de Sants. Charlamos de todo un poco. Le agradezco sinceramente que me haya traído hasta aquí. Le ofrezco todo mi apoyo en favor de la causa y le aseguro que no temo nada, que no tengo nada que perder : «Mi coste de oportunidad es cero». Fernando asiente pero no comprende.

Una banda de músicos está descargando sus instrumentos. Le pregunto a un músico barbudo si lleva fuego. Este se toca el bolsillo derecho trasero del pantalón. Pienso que va a sacar una pistola pero saca un encendedor. Me da fuego. Le guiño un ojo y sigo caminando junto a Fernando. Le pregunto a Fernando si lleva fuego, aunque sé que no fuma. «Yo no pero tú y los músicos lo lleváis a la derecha, verdad?» Nos guiñamos el ojo pensando que comprendíamos.

La estación está lejos: decidimos tomar un autobús. La parada del autobús está llena de números y signos que me confunden. Intento descifrar su significado. Miro a Fernando pero este me indica con un movimiento de la cabeza que no vale la pena molestarse. Yo me quedo más tranquilo.

Subimos al autobús. Todos los pasajeros nos miran como si nos conocieran, como si nos esperaran. Son todos viejos. Me siento embarazado, me ruborizo, saludo discretamente con un leve movimiento de cabeza. Es una escena difícil de describir: los viejos del autobús tienen el aspecto de haber resucitado o, más exactamente, son como muertos inocentes que han sido vengados y ya pueden descansar eternamente. Me emociono y miro a Fernando impresionado, con cara de no acabar de comprender pero sin intención de pedir ninguna aclaración. Fernando mira al frente con una leve y beata sonrisa.

Llegamos a la Estación de Sants. Nos dirigimos a la ventanilla y compramos un billete para un tren que sale dentro de dos horas. Sigo a Fernando hasta la cafetería. Al llegar a la puerta de cristal, ésta se abre automáticamente al detectar la presencia de Fernando. Yo me quedo paralizado. La puerta se cierra. Observo la célula fotoeléctrica. Parece una cámara camuflada. La puerta se abre. Presiento que la puerta se cerrará cuando intente cruzar el umbral y seccionará mi cuerpo. Me concentro: debo engañar a la célula fotoeléctrica o al operador de la cámara. Me armo de valor. Cruzo el umbral. La puerta se cierra a mis espaldas. Sudo como condenado.

Hemos pedido agua y café pero tarda en llegar. Intentamos hablar de algo sin conseguirlo. Se está creando una situación embarazosa. Empiezo a dudar de quién es Fernando exactamente. Una máquina tragaperras frente a nosotros emite pitidos mientras sus luces se encienden y apagan. Mi corazón se acelera bruscamente siguiendo el ritmo de la máquina. Me asusto, creo que voy a sufrir un infarto. Sudo más. Me concentro para relajarme. El corazón obedece. La máquina también. No acabo de comprender si es mi corazón el que marca el ritmo de la máquina o viceversa. Pruebo a acelerar mi ritmo cardíaco. Efectivamente, la máquina se vuelve loca de nuevo. Me relajo: la máquina deja de emitir luces y sonidos enervantes.

Mientras tanto, Fernando ha ido al baño. Yo empiezo a sospechar que Fernando no es lo que parece. La situación es mucho mas compleja y delicada de lo que parecía: no se trata simplemente de entrar en una célula de defensores de la libertad. Yo pensaba que había superado el rito iniciático de una célula secreta dedicada a deshacer entuertos pero, en realidad, mi periplo me ha llevado a dar con la Inteligencia que piensa el Mundo. Un creyente diría que he identificado a Dios y lo he desvelado. Las puertas automáticas, los trenes, los camareros y todos los pasajeros que están en la estación trabajan para Él. Me doy cuenta del riesgo de la situación. La máquina tragaperras se desboca y empieza a soltar chorros de monedas de 100 pesetas. Mi corazón también. Es la confirmación. Sin embargo, sigo sin saber cuál es mi posición en el tablero. ¿Qué hay en juego? ¿Una vida? ¿Mi vida? ¿La vida de todos?

Fernando vuelve. Yo descubro en Él una sonrisa abiertamente siniestra, la cara desencajada. La máquina vuelve a dispararse y siento un agudo pinchazo en el corazón. Creo que es el fin. No puedo relajarme, creo que se me escapa la vida. Sudo. Me levanto, me dirijo a la barra, le arranco un vaso de agua a un camarero y me lo tiro por encima. Me refresco y el ritmo del corazón se normaliza. He descubierto un secreto más. Pienso en una canción de Jamiro Quai, la oigo en mi mente. Bailo en el centro de la cafetería. Invito a los estupefactos clientes a unirse a mi. Parece que no acaban de comprender: es necesario hacer una fiesta, alegrarse, celebrar la felicidad. Sigo solo en el centro. Fernando ha desaparecido. Ignoro cuál ha de ser el próximo movimiento: la maquina tragaperras puede explotar en cualquier momento; las puertas automáticas pueden cortarme por la mitad. Pienso en mi mejor amigo y en mi madre. Deseo que lleguen en un tren, cuanto antes: ellos también deben celebrar. Pero sigo solo, rodeado de gente que no comprende nada. Pienso todos los movimientos posibles para salvar mi cuello y el del resto de la humanidad: la locura. Solo la locura me puede sacar de ese callejón sin salida al que he llegado gracias a mi ingenua soberbia. Me concentro.

Al poco, un agente de la Policía Nacional entra en la cafetería. Lo estaba esperando: junto las muñecas y se las ofrezco. El agente las rechaza, me coge del brazo y me pide que le acompañe a la calle. Respiro ya tranquilo: siento que la pesadilla ha acabado. Efectivamente, a la salida de la estación me espera una ambulancia y un par de enfermeras. Me invitan a entrar en la ambulancia, a tumbarme en la camilla. Todo limpio, desinfectado, blanco: estoy a salvo.

Me tumbo: sonriente, triunfante. Las enfermeras me miran de un modo extraño: como si hubieran oído muchas cosas de mi, como con admiración aunque también con cariño y compasión. Me ponen una inyección. Me pongo bastante cachondo y le sugiero a una de las enfermeras la posibilidad de hacer el amor. Lo pido con educación y con el debido respeto. La enfermera sonríe mientras yo le digo «lo he desvelado». En el último instante, antes de perder el conocimiento oigo la voz de la enfermera que me contesta sin acritud, halagada por mi erección: «se llama T.A.B.»

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Dios tiene el pelo rojo

Durante unos días de permiso en Belgrado conocí a una chica serbia: flaca, bastante fea y con el pelo rojo. Hablaba inglés a duras penas. Nos conocimos en una discoteca y esa noche dormimos en el Hotel Balkan. Al día siguiente, nada más despertarse, me contó que sufría esclerosis múltiple.

Nos seguimos viendo, y poco a poco fui descubriendo algunos detalles de una biografía poco convencional. Sintéticamente diré: que era extremadamente inteligente, muy nerviosa e hiperactiva, profundamente creyente y que le se le iba un poco la perola. Su padre –se puede comprobar en las hemerotecas- recibió el Premio Ondas hace muchos años, cuando trabajaba en la radio pública de Tito. Fumaba porros de marihuana por lo de su enfermedad. Tenía una hija de unos tres años absolutamente maleducada e insoportable y entre las dos generaban un potente magnetismo que atraía la desgracia.

Teníamos conversaciones interesantes pero lo que recuerdo con mayor intensidad es que, durante el tiempo que pasamos juntos, se empeñó en convencerme de que creyera en Dios. Como prueba de su existencia, me contó que, una noche, harta de su hiperactividad, le pidió a Dios que la aquietara; que la paralizara. Por lo visto, fue muy vehemente ya que al día siguiente no podía moverse: así se manifestó la esclerosis múltiple. Desde entonces, supo que su destino era acabar retorciéndose en una silla de ruedas. A partir aquel día, dejó de decirle a su hija que se estuviese quieta, por miedo a que lo hiciera para siempre. Yo estaba fascinado por sus conocimientos de teología y por sus historias sobre milagros y el poder de la fe pero no me convertía ni a bombas.

Un día estábamos fumando un porro de marihuana en mi habitación, en un hotel próximo a su casa. A la segunda calada, empecé a asustarme y a temblar como en mi vida. Ella se reía y me decía que no me preocupara. Cuanto más me intentaba tranquilizar más diabólica la veía. Llegó un momento en que su pelo rojo parecía iluminarse. La conclusión era obvia: ella era el diablo. Pensé que me moría. Quería salir de la habitación pero no podía, estaba envuelto en una manta, tirado en la cama y dando saltos por las convulsiones. Fue la peor experiencia de mi vida.

Al cabo de un rato, me pude calmar y salimos caminando hacia su casa. Era de noche. Me despejé bastante, y ya no temblaba. Ya no recuerdo si seguía pensando que ella era el diablo pero yo estaba todavía atrapado en una profunda confusión, una especie de bucle del que me sentía incapaz de salir.

Llegamos a su casa y nos quedamos sentados en el interior del portal, charlando de todo un poco. Yo seguía bloqueado espiritualmente y daba vueltas al asunto. De repente, miré hacia arriba, hacia la parte superior del portal, y vi la Luz. La luz que vi era la de la farola de la calle. Sin embargo, yo hice la mejor transacción de mi vida: decidí que estaba viendo a Dios y le prometí que iba a creer en Él en adelante. Y así se fue el miedo, se deshizo el bucle y la paranoia, y yo me fui de Belgrado con una nueva deuda.

*   *   *

Que Dios no exista o que haya muerto no es un problema: cualquiera puede inventárselo.

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