De cisnes negros, rinocerontes grises y probabilidades

Cuando escribo un artículo, aunque no lo crean, siempre creo que peco de insolencia. Me explico. La mayoría de las cosas que digo, ya están dichas por otros. Pocas ideas genuinas y realmente diferentes. Y si realmente no aporto nada nuevo, por qué ese empeño en que otros lean lo que pienso.

Porque cuando uno escribe, puede que solo sea con la intención de ordenar sus ideas, de dejar constancia de sus pensamientos. Pero si decide publicarlo, entonces claramente está esperando que otros lo lean. Y en esto último hay una cierta arrogancia, una creencia implícita de que habrá quien esté interesado en leerlo y sabrá sacarle provecho.

Cuando pienso en ello, créanme, siento que debería dejar de escribir artículos. Después de todo, ¿qué hago yo escribiendo cuando sin duda casi todo lo que escriba ya lo ha escrito otro con más claridad y mejor estilo?

Recuerdo mis años de estudiante preuniversitario. Una vez el profesor de literatura nos mandó leer una decena de libros como parte del proceso formativo. Eran libros de bolsillo, clásicos de la literatura con un precio asequible. El profesor pensaba que invertir en ellos era una forma de fomentar el hábito de la lectura y dar valor a la misma. Decía que sería la mejor inversión que haríamos ese año y que, en última instancia, si alguien tenía problemas él se encargaría de solucionarlo.

He de confesar que a duras penas me leí dos, los que había disponibles en la biblioteca del centro. Por aquella época, la literatura y yo caminábamos en paralelo, sin rozarnos siquiera y no tenía intención de que aquello cambiara. A mí lo que me gustaba eran los ensayos, la filosofía, la historia, el mundo real, no las historias imaginarias. Así que, aunque valoraba el interés del profesor, no tenía ninguna intención de invertir en literatura. Ya saben, la ignorancia es muy atrevida.

El caso es que el día del examen nos pidió hiciéramos un resumen y un comentario de uno de los libros de la lista. Después teníamos que exponer ante la clase nuestro resumen y someternos a las preguntas del profesor. Naturalmente, el libro elegido para el examen fue uno de los que no había leído, pura ley de probabilidades.

Teníamos media hora de tiempo y el profesor nos permitía usar el libro en el examen, para copiar alguna cita que consideráramos relevante. Pero era evidente que, si no te habías leído el libro, difícilmente podrías superar la prueba.

Como no tenía el libro, le pedía a mi compañero que me dejara el suyo al menos unos minutos. Mi compañero, entre risas, accedió a mi petición y durante cinco minutos tuve el libro a mi disposición. Tiempo suficiente para leer la contraportada, el índice y algún otro párrafo suelto del mismo.

Terminé el examen, hice la exposición oral y me expuse a las preguntas del profesor. A cada una de mis respuestas, el murmullo de la clase se mezclaba con risas disimuladas. Al terminar el profesor dijo: “se nota que te lo has leído, pero tienes que mejorar la forma en que expones tus ideas”. El profesor, sorprendido y enojado, tuvo que llamar al orden ante la explosión de risas general. No le parecía bien que se burlaran de mi incapacidad para explicarme, lo consideraba una falta de respeto inexcusable. Yo en cambio, me esforzaba en apaciguar las risas sin perder la compostura. Después de todo, el único convencido de que me había leído el libro era el profesor y eso era lo importante. Mejor pasar por tonto que por mentiroso.

Ya en la Universidad un profesor me dijo, hablando de mi rendimiento en un examen, que mi principal cualidad era que con lo poco que sabía era capaz de hilvanar un discurso bastante coherente. Nunca supe si lo dijo como halago o como crítica, y aún hoy, creo que se puede interpretar en ambos sentidos con la misma eficacia.

Con los años me he dado cuenta de que para explicar algo es tan importante dominar la materia de la que hablas como la capacidad de saber trasmitir ese conocimiento. Y que hay personas con un gran conocimiento incapaces de trasmitir el mismo. Serán muy eficaces trabajando en lo que dominan pero naufragarán si los pones a dar clases. Y viceversa, hay personas no demasiado brillantes, pero con gran capacidad para trasmitir aquello que conocen.

Y llegados a este punto, tal vez se estarán preguntando que demonios tiene que ver lo escrito con el título del artículo. Pues verán, mientras lo escribía me vino a la cabeza la idea de que lo improbable existe, que los cisnes no siempre son blancos, ni los rinocerontes grises (¿o sí?). E igual, quien sabe, este artículo sirve para algo.

Emilio J. Belda

Psicólogo Social (aprendiz)

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